Unos días después de la batalla los dos ejércitos se alejaban de Salamanca en dirección noreste mientras los prisioneros franceses hacían lo mismo pero hacia el oeste; los heridos se recuperaban lentamente o morían en los hospitales mientras que los cadáveres de los muertos en combate todavía permanecían en el campo de batalla. Los habitantes locales hicieron todo lo que pudieron para solucionar el problema pero no era una tarea fácil enterrar o quemar tantos restos. Un oficial británico, que visitó el campo de batalla de Los Arapiles unas pocas semanas más tarde, cuenta en su diario:
"Vi una larga línea de buitres en el campo de batalla; estos pájaros de mal agüero se posaban erguidamente, y a distancia se podían confundir con un regimiento formado en una sola línea. Era un lugar magnífico para ellos; los cuerpos de hombres y caballos, que se habían intentado incinerar, estaban amontonados por todas partes, medio quemados. Después de la batalla se amontonaron juntos los restos de los animales y soldados y se cubrieron con ramas tan verdes que no hicieron un fuego capaz de convertir en cenizas todo aquello. Había un hedor insoportable y la escena era repugnante. Un gran número de cerdos, traídos por los campesinos, deambulaban por la zona y compartían el festejo con los buitres."
Tres días después de la batalla el sargento Richard Davey, de los conductores de la Artillería Real Británica, escribió a su mujer e hijos:
"La lucha empezó a ser muy violenta. Como los cañones se disparaban sin parar, decidí llevar más munición al frente y lo que vi fue horrible: el campo estaba plagado de cabezas, brazos, piernas, caballos. Los heridos chillaban y sangraban, las mujeres gritaban y lloraban por sus maridos muertos, los cañones rugían y las balas volaban por encima de nuestras cabezas pero Dios cuidó de mí una vez más."
La descripción de Davey nos recuerda que incluso una victoria rápida y decisiva como la de Salamanca implicaba una lucha brutal, salvaje y horrible. Los soldados lo sabían muy bien, pero bien se cuidaban de comentarlo en sus misivas para no preocupar a sus seres queridos, por lo que esta carta puede considerarse una excepción.
Cuando la batalla terminó los soldados británicos estaban agotados pero al mismo tiempo estimulados por la victoria: el capitán Tomkinson dice de los hombres de la Sexta división "estaban tan cansados que les hicieron detenerse porque no hubieran podido ir más lejos, pero aún así se pasaron toda la noche hablando de la batalla, contándose las anécdotas de la jornada".
La vida de un soldado de la época no se caracterizaba por ser precisamente escrupulosa, y el soldado Wheeler no se avergüenza de contar que la noche después de la batalla él y sus camaradas recogieron todos los cadáveres a su alrededor e hicieron una especie de pared para protegerse del viento con ellos. Dice que hicieron esto para no resfriarse ya que estaban cubiertos de sudor.
El sargento Douglas de los Royal Scots nos habla de los problemas de intendencia después del combate:
"Pasamos la noche en el terreno que el enemigo había ocupado durante la batalla. Los hombres que enviamos a por agua tuvieron que andar cinco millas hasta que la encontraron, y cuando lo hicieron, estaba tan verde como la que puedes ver en una charca estancada en pleno verano. Sin embargo nos la bebimos con sumo placer. Lo único que mi compañero y yo pudimos saquear fue una pierna de cordero que encontramos en la mochila de un francés."
La sed después de una batalla era horrible ya que además del calor, el humo causado por los mosquetes y el tener que abrir los cartuchos con los dientes producían una intensa sequedad de boca. El teniente Grattam del 88º recordaba que las partidas que se enviaron a por agua todavía no habían vuelto a las dos de la mañana cuando los hombres se despertaron al oír llegar a unas mulas que transportaban ron. Inevitablemente, los hombres muertos de sed se bebieron todo el ron por lo que muchos causaron baja por la deshidratación aumentada por la ingesta de alcohol.
El soldado Green del 68º nos habla de otro aspecto típico después de la batalla: el saqueo. Hay que aclarar aquí que al ejército británico le seguía una enorme procesión de personas: esposas (muchos soldados se casaban con portuguesas o españolas que encontraban por el camino e incluso algunas esposas embarcaban con el ejército en Inglaterra), prostitutas, ladrones y pícaros de todo tipo, comerciantes y artesanos etc.
"Acampamos en una parte del terreno donde la lucha había sido feroz. Había muertos y moribundos por todas partes. Inmediatamente enviamos a seis hombres de cada compañía para recoger a los heridos y enviarlos a un pequeño pueblo donde los cirujanos habían montado un pequeño hospital en la iglesia. Era horrible el sonido de los lloros y quejidos de los moribundos cuyo sufrimiento se veía aumentado por los saqueadores portugueses que les desnudaban para quedarse con sus ropas. Recogimos a un pobre francés al que un portugués sin escrúpulos había desnudado completamente y lo llevamos al hospital."
El teniente Frederic Monro, que se habían incorporado al ejército sólo unas semanas antes, se quedó aterrado ante lo que vio y también culpa a los portugueses:
"Me encontraba rodeado de muertos y moribundos desnudos. Esos malditos demonios en forma mortal, los crueles y cobardes portugueses que seguían al ejército les habían quitado hasta la ropa".
Pero no solamente los portugueses saqueaban a los muertos: T. H. Browne escribe sobre las viudas de los soldados británicos, que a pesar de las órdenes y de los sufrimientos que tenían que pasar, habían insistido en seguir al ejército:
"Toda idea de moralidad o decencia había desaparecido. El saqueo y el libertinaje eran sus únicos objetivos. Los soldados apreciaban a sus mujeres en proporción a su dedicación a estos vicios. En cuanto acababa el combate, estas arpías cubrían el campo de batalla, saqueando a los enemigos y a nuestros soldados por igual. Muchos heridos eran asesinados para acallar sus quejas. Se dice que al mayor Offley del 23º regimiento le cortaron la garganta unas mujeres para robarle unas monedas."
En realidad no eran los portugueses los únicos que saqueaban a los muertos y heridos, hay evidencias abundantes, de ésta y otras batallas, de que muchos soldados de todas las nacionalidades recorrían el campo de batalla en busca de botín. Es éste un asunto por el que se puede sentir indignación o repugnancia en el confortable espacio de la habitación donde tienes tu ordenador pero que se justifica en cierto modo si hacemos un análisis un poco más profundo. Solamente alguien que no comprendiera lo que era la guerra en aquella época culparía a los hambrientos, sedientos soldados por robar las cantimploras o comida de los muertos, ya fueran compañeros o enemigos, al final de un día en el que las provisiones podían tardar horas en llegar si es que llegaban. ¿Sería realista esperar que dejaran el dinero en los bolsillos de un muerto? Ciertamente hay una gran diferencia entre usar la cantimplora de un compañero caído y recorrer el campo por la noche, desnudando a los heridos y asesinando a los que se resistían pero nosotros no hemos vivido ni, con suerte, viviremos nada como una batalla napoleónica y por eso es mejor que lo dejemos estar.
Después de estos horrores es agradable recordar que muchos soldados cuentan cómo los habitantes de Salamanca se acercaron al campo de batalla para regalar fruta fresca y agua a los soldados victoriosos. Una vez que vaciaron sus carros cargaron en ellos a los heridos que dejaron en los hospitales o se llevaron a sus propias casas para curarlos.
Las estadísticas son inciertas pero parece probable que en Los Arapiles murieran unos 2000 hombres y que aproximadamente 12.000 o 13.000 fueran heridos. Unos 5000 o 6000 franceses heridos se las arreglaron para huir con su ejército, dejando detrás unos 8000 heridos de todas las nacionalidades para que les atendieran en Salamanca o en los pueblos cercanos.
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